miércoles, 7 de septiembre de 2011

En mis años de facultad, aquellos en que mi asistencia era regular y bastante feliz, conocí una chica peruana (demasiado tarada para mi gusto) que se llamaba Almudena. Por algún motivo que desconozco completamente, durante los dos años que cursé con ella a diario, siempre la llamé Fernanda y no por su verdadero nombre. Claramente no lo hacía de forra. Estaba convencida de que ése era su nombre. Me pregunto porqué nunca me corrigió. Nos hubiésemos ahorrado unos cuantos desencuentros y unos tantos silencios incómodos -e incomprensibles para mí- que se producían cada vez que la saludaba.

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