miércoles, 7 de marzo de 2012

Me río. Me río sola, me río acompañada. Me río en el colectivo, me río acomodando el corbatero en el laburo y me río caminando hacia mi casa. Me siento en el sillón y me río. Me río tanto que empiezo a sospechar que quizás no soy tan amarga como me lo propongo día a día. Me río con el perro. El perro me mira. Le cuento al perro el motivo de tanta risa. Pero parece no causarle gracia. O no entiende el chiste o se está aguantando la risa porque no puede ser que ni siquiera sonría. Seguramente se esté aguantando la risa ya que es más que sabido que ese maldito perro todos los días inventa nuevas formas de irritarme completamente.
Eventualmente dejaré de reírme. Cada vez que me acuerde de mis tormentos cotidianos/rutinarios y excesivamente tediosos, repetitivos e infantiles. Pero cada vez que los recuerde, más voy a darme cuenta que mi interés hacia ellos disminuyen notablemente. Y más voy a evidenciar que siempre voy a preferir reírme a lidiar con pelotudeses.

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