Llegada la noche, llegada la mañana. A veces siento la cabeza tan loca que me pesa. Me pesa tanto que me cuesta llevarla. La dejaría un rato en casa. Para que se relaje. Quizás haciéndose un baño de inmersión. Desconectada del mundo y de todos. Tu alegría me simpatiza pero no me contagia. Vos volvés, yo cuento los días para irme a la mierda. O a Mar del Plata.

Siento la cabeza tan loca que me creo que estoy loca. Y arrugo la frente, arqueo las cejas y debo ser horrible tan malhumorada. Debo ser espantosa.

Y lloro. Lloro, lloro y lloro como una desquiciada. Lloro por zapatos destallados y por ser lenta, terriblemente lenta. Y mi vida es un drama. Toda mi vida es un gigante drama. Y sigo llorando para no perder la costumbre. Y planeo conversaciones en mi cabeza. Sí, claro. Las practico. En compañía de mi otro yo. Mi alterno yo que es más desquiciado que mi yo constante. Constante cada vez menos constante. Y este alterno demente, que lucha día a día por ser la personalidad dominante, me dice que le diga que se meta los zapatos por el orto y me deje de romper las pelotas. Y mi yo "decente" responde que en realidad debería decirle que se meta los zapatos por el orto y me deje de romper las pelotas.

Así que concluyo. Después de relajarme un poco, secarme los mares de lágrimas que desperdicié en semejante pelotudés y de contar hasta 800 mil, que si mis dos personalidades piensan exactamente lo mismo es porque las vacaciones dejaron de ser meramente por placer sino que comienzan a ser una urgente necesidad. Por el bien de todos.